Mi árbol genealógico siempre me ha parecido un tanto curioso. Si tengo en cuenta solo a las personas de mi familia con las que he compartido tiempo de vida, con los que he intercambiado una palabra, una mirada o me han tenido en sus brazos, me da para hacer una mezcla bastante divertida. Mi bisabuelo materno era sirio y mi bisabuela materna, alemana. Mi abuelo paterno era italiano y mi abuela paterna, hija de una madre de ascendencia gallega y un padre criollo. Mi madre y mi padre son argentinos. ¿Te has enterado de algo? Lo importante, al final, es que se trata de un popurrí.
Y aparecen aquí dos conceptos que tienen mucho que ver con la dinámica de nuestra especie: los desplazamientos y el mestizaje. En lenguaje científico, los procesos que promueven una migración de genes de una población a otra son conocidos como flujo génico. Y son, junto a las mutaciones, la deriva genética y la selección natural, fuente de variabilidad genética, que no es más que la diversidad en la frecuencia de los genes de un organismo.
Pero, ¿cuán grande es esta variabilidad en nuestra especie? ¿Son las diferencias entre poblaciones humanas lo suficientemente significativas como para hablar de subespecies o de razas? ¿Qué nos dice de una persona el hecho de que tenga los ojos rasgados o color nuez, el rostro redondo, la piel más oscura o más clara, las piernas largas o la frente prominente? ¿Tiene sentido el concepto de razas humanas? ¿Se trata de un rasgo biológico o una construcción socio-cultural?
It’s a match! Lo que nos cuenta el ADN
Podríamos empezar a sumergirnos en esta reflexión con una cuestión que encuentro fascinante y que causó una pequeña explosión en mi cabeza cuando oí hablar de ella por primera vez. No importa cuán diversos nos parezcan nuestros orígenes, si tus padres son asiáticos o europeos, o si tienes un bisabuelo sirio como el mío. Tampoco importa cuán diferentes nos veamos frente al espejo – tú y yo, y todos los seres humanos del planeta, compartimos el 99.9% de nuestro ADN.
Los descubrimientos y avances en genética de los últimos años, entre ellos la secuenciación del genoma humano, han permitido a la comunidad científica determinar que las diferencias entre individuos de nuestra especie se encuentran solo en ese 0.01% restante. POOOOW.
La diversidad en los rasgos físicos, que nos puede parecer en ocasiones tan marcada a simple vista, está determinada, en realidad, por una porción infinitamente pequeña de nuestro genoma. La clasificación clásica de los humanos en razas biológicas pierde sentido.
Y es que, además, existen estudios que muestran que hay tanta ambigüedad entre las supuestas razas, y tanta variación dentro de ellas, que una persona de ascendencia europea puede ser genéticamente más parecida a una persona asiática, que a otra persona europea.
Huesos viejos que hablan de una especie joven
¿Qué pasaría si nos subiéramos a la máquina del tiempo de la antropología biológica y siguiéramos el hilo de nuestra evolución? Seguramente perderíamos muy rápido el rastro de nuestros bisabuelos, y nos encontraríamos, hace unos 200.000 años, con los primeros Homo sapiens modernos. Incluso podríamos rellenar las primeras casillas del árbol genealógico de nuestra especie, ya que los descubrimientos recientes indican que los humanos que habitamos hoy el planeta procedemos de una única población, que vivía por entonces en el sur de África.
Nuestro origen es común. Y aunque 200.000 años pueda parecer un número enorme, en tiempos geológicos no es más que un suspiro. Los humanos modernos somos una especie muy joven. Tan joven, tan joven, que en cuestión de evolución las poblaciones humanas no han podido acumular diferencias significativas en la frecuencia de sus genes.
Todo apunta a una misma conclusión: los seres humanos somos fundamentalmente mucho más similares que diferentes.
Desmontando mitos (o intentándolo)
La evidencia acumulada ha promovido un cambio de paradigma en la antropología biológica. La ciencia ha descartado la existencia de razas humanas biológicas y ha privilegiado una nueva manera de estudiar la diversidad. Esta es ahora entendida como un reflejo de las dinámicas de la historia de las poblaciones humanas. De sus movimientos, sus periplos y de los factores externos y condiciones ambientales a los que cada una ha debido enfrentarse, desde que nos lanzamos a la gran aventura de poblar el planeta.
A pesar de esto, el racismo persiste. No hemos sido capaces de desmontar la idea terriblemente arraigada de que existen diferencias fundamentales entre unas poblaciones humanas y otras. Los mecanismos de odio y de dominación sufridos por los colectivos racializados son una realidad demoledora. Y la lucha por acabar con el racismo, de brutal actualidad.
Desafío colectivo
Y es que, al final, librar las grandes batallas de nuestro siglo no está en manos de un solo grupo de personas. Luchar contra el racismo, contra la desigualdad de género, contra el cambio climático o la extinción masiva de especies, necesita de un compromiso colectivo, de la aportación activa y despierta de todos los individuos que conformamos el tejido social.
Necesita de cada uno de nosotros luchando contra, pero sobre todo luchando por. Por un mundo más justo. Por un mundo sostenible. Por un mundo equitativo, coherente, fraternal. Un mundo en el que haya lugar para cada persona, cada especie, cada ser vivo.
Pequeño cuestionario
Si quieres, puedes pasarte por este link y ayudar a un grupo de científicas y científicos que están investigando sobre el tema, contestando a este pequeño cuestionario (solo lleva un par de minutos).
Este artículo nace de una actividad propuesta como síntesis de Antropología Biológica, asignatura que he cursado este año en la Facultad de Biología de la UB.
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